lunes, 1 de febrero de 2016

El cuaderno rojo

Suelo llevar a mano, cuando salgo a dar una vuelta, un cuadernillo rojo, de discreta publicidad, elegantemente sujeto con una goma como las de las carpetas escolares. Lo llevo en la mochila o en el bolso, por si me apetece escribir algo, o inventarme una historia, o sacar algún dibujo de un lápiz o bolígrafo. Para no tener que enfrentarme a la soledad, y para que me acompañe cuando hay demasiada gente alrededor.

Empezó siendo un sitio para apuntar cosas, pero rápidamente se convirtió en un diario, una especie de log donde iba repitiendo los pensamientos y pasos de la psicoterapia. Donde reafirmaba ideas o ponía en claro sentimientos. Me calmaba los nervios, hacía de bálsamo sobre sentimientos negativos y me tranquilizaba la mente cuando conseguía plasmar cómo me sentía o qué pensaba sobre ciertos comportamientos, propios y ajenos.

Además de servirme para aclararme las ideas y pensamientos, o donde soltar parrafadas casi sin filtro directamente desde mi cabeza, creo que también me da seguridad, como si fuera una especie de talismán de protección, y todo porque en cualquier momento me puedo enfrascar en sus hojas, buscar mirando fijamente el blanco del papel las palabras que revolotean en mi cerebro, atrapar unos trazos de imaginación abstracta en redes de celulosa.

Y está a punto de quedarse sin espacio disponible en sus hojas, como si hubiera sido todo el tiempo un árbol de hoja caduca y se aproximara su otoño, lento pero inexorable como el invierno que le sigue y la primavera que lo verá brotar de nuevo en forma de nuevo follaje, como ponerle unas tapas nuevas a un libro querido, y me brindará de nuevo la sombra de su copa para que contemple el cielo de mi interior, en paz.

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