viernes, 22 de noviembre de 2019

Oscuridad animal

Fuera de los cristales, la oscuridad se va salpicando de pequeñas gotas, constantes, mientras las sombras que se mueven, fugaces, en los límites del foco de luz, se van sucediendo. Árboles y arbustos, matorrales y piedras de granito, van turnándose de forma aleatoria, en los márgenes de la carretera negra, con algunas hojas muertas, aquí y allá.

La negrura rodea todo, se intuye en el retrovisor, se podría casi palpar estirando cualquiera de las manos hacia su correspondiente lado. El cielo es completamente negro, ninguna estrella se distingue en el manto que es el cielo, despejado de nubes. A duras penas se puede intuir la silueta de las montañas que flanquean el valle, no hay rastro de la Luna, o de reflejo de otras luces que no sean las del coche.

Otro arbusto, otro conjunto de piedras enredadas en las raíces de un viejo roble, y de repente esos dos puntos luminosos, pequeños soles amarillos, me hacen frenar levemente, como suelo hacer cuando algún incauto animalito decide pasear demasiado cerca del asfalto. Ésa mirada, apuntándome directamente, desde detrás de un pequeño grupo de pinos jóvenes, entre las retamas que sé perfectamente que cubren ésa parte del linde de la carretera, invisibles ahora en la negrura rayada de grises, decía que ésa mirada se movió con lentitud. Al menos eso parecía.

Fugazmente me pareció ver levantarse una figura, cuya altura no se correspondía con el tamaño que debería tener la cabeza tras aquellos pequeños ojos brillantes. Me pareció, en un primer instante, que podría ser un zorro o algún corzo, abundantes en la zona. Quizás un jabalí no demasiado grande, pero lo que se irguió no podía ser más pequeño que un caballo, uno desde luego enorme. Instintivamente, cambié el pie de un pedal al otro, intentando no apartar la mirada del lugar donde estaba la criatura, tratando en vano de distinguir su forma o su postura, pero sin dar gas. No tengo claro si quería asegurarme de haber visto lo que me decía el cerebro que era imposible, o no arriesgarme a tomar una curva demasiado rápido y quedar a su merced.

Cuando dejaron de estar estáticos y comenzaron a acercarse hacia la carretera, hacia el lugar que iban a ocupar los focos de luz del coche, empujé el pie hasta donde hacía tope y en un frenético minuto, que pudo haber durado años o apenas un suspiro, conseguí alcanzar las primeras farolas del siguiente pueblo...

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