lunes, 27 de mayo de 2019

Tarde ficticia

Habíamos quedado una tarde, como hacemos muy de cuando en cuando, para charlar, tomar algo y ponernos al día de nuestras miserias cotidianas. Hacía calor, a pesar del cielo nublado y gris, y decidimos quedarnos en una terraza, dejando que la escasa brisa nos alborotara el pelo de vez en cuando.

Con la primera cerveza sólo compartimos banalidades, alguna anécdota sin importancia sobre el trabajo o la vida, pero con la segunda, empezamos a tratar temas un poco más importantes, como el hecho de pedir perdón a alguien, con quien acabamos de mantener más de 15 segundos de conversación, sobre un tema que nos importe. El ejemplo fue real, y compartido por las dos. La sensación de que los temas que te preocupan, de los que te gusta hablar, de tu propia vida por ejemplo, son como un castigo para la pareja cuando tratamos de compartirlos. Como si por la simple razón de compartir nuestros sentimientos, fuera para la otra persona una condena y nosotras mismas tuviéramos que reprimirlo.

Con la tercera cerveza nos dimos cuenta de la hora que era, recordamos que las dos teníamos tareas que hacer, y volvimos de nuevo la conversación hacia la trivialidad, hacia la inevitable separación. Los tragos se volvieron lentos hasta el punto de convertir la cerveza en sopa tibia, gracias a la canícula. Aquella tarde nos costó despedirnos, ninguna queríamos dejar de sentir la cercanía de la otra persona, y en lugar de irnos alejando poco a poco, nuestras manos empezaron a acercarse. Se encontraron en medio de la mesa, y nuestros dedos se fueron rozando y mezclando, íbamos alternando las caricias del dorso con las de la palma, y nuestros labios terminaron por cerrarse. Dejamos de hablar para simplemente mirarnos.

Cuando nos levantamos, el abrazo en que nos fundimos ya no dejaba lugar a dudas, y nuestros labios, cerrados apenas un instante antes, se entreabrían al juntarse. La pasión con la que nuestras manos recorrían la espalda y nuca de la otra, nuestras caderas buscando reducir el espacio vacío entre ellas a cero, formaron la combinación perfecta.

O casi perfecta, porque no recuerdo bien el motivo por el que nos fuimos separando de nuevo. Pudo ser un coche haciendo algún ruido fuerte, o alguien gritando. Nos quedamos en silencio, contemplando cómo nos íbamos ruborizando, y sin decirnos siquiera adiós, nos retiramos cada una por un lado.

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