lunes, 22 de julio de 2019

Aullidos nocturnos

Se quedó dormido con la Luna en el cielo desde hacía rato, redonda y luminosa, enorme al salir tras las siluetas de los pinos en el montecillo que afloraba junto a su casa, ahora ya negro por la proximidad de la noche. El silencio del crepúsculo se quebraba de tanto en tanto por algún ulular, disperso entre las copas del pinar, pero en general imperaba la quietud.

Las tinieblas fueron llenando poco a poco todo lo que alcanzaba la vista, hasta que la negrura lo invadió todo alrededor de la lámpara de la entrada de casa. Sólo quedaba un semicírculo de luz, tímido pero definido, al que acudían los insectos voladores, sin saber que las salamanquesas ya estaban allí. Era el baile cotidiano de vida y muerte de la Naturaleza.

Cuando la Luna llevaba apenas la mitad de su recorrido, un trémulo aullido le sacó de sus ensoñaciones, amodorrado aún por el cansancio escuchó un segundo y un tercer aullido, más cerca de lo acostumbrado. Se incorporó con dificultad, como si estuviera en la bodega de un barco y no en la cama de su casa, mareado y tambaleante se acercó hasta la cocina, en un recorrido tan conocido como mecánico, para llenar la primera taza de café del día. De vuelta al salón sin dar aún la luz, echó una ojeada al exterior, a la negrura que parecía el pozo de una mina de carbón. Todo estaba en calma, las estrellas titilaban en los límites del horizonte, lejos del halo lunar y del resplandor de la bombilla de la puerta, que continuaba impertérrita su labor de atraer polillas.

Volvió a la habitación con el paso un poco más firme, desperezado ya por completo, para mirar en el móvil si había alguna notificación importante. Estaba seguro que lo dejó en la mesilla justo antes de caer dormido, presa del cansancio acumulado de una semana de guardia particularmente puñetera. Su yo del pasado siempre tenía cuidado de dejar las cosas importantes en lugares seguros. Aún no estaba muy seguro de cómo lo hacía, en ocasiones en un estado peor que lamentable, pero se las arreglaba para colocar las gafas de sol en su funda, en un sitio estable y resguardado. El móvil no estaba allí, y pasó un par de minutos haciendo memoria, mientras volvía al salón.

Mientras se hacía el café, encendió el ordenador y se lió un cigarro, ensimismado en el destino del cacharro. Se acordó repentinamente mientras vertía el oscuro líquido en una taza, así que con toda la pachorra del mundo, terminó de llenar la taza y dio un sorbo triunfal: estaba sobre el radiador del wc, oculto por la puerta y la penumbra. Verificó la hora, las 4:08 de la madrugada, con un nuevo aullido en la lejanía, donde se comenzaban a distinguir contra el cielo negro, las negras copas de los pinos, y encendió el cigarro, despreocupado y ya con media sonrisa en la cara.

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