lunes, 16 de septiembre de 2019

Cielo inflamado

Pasaba la tarde, con la lentitud habitual, cuando tu recuerdo cruzó el escalofrío entre mi cuello y mis hombros. Lo pienso hoy y aún sigue sin parecerme una casualidad, que en el mismo momento en que te veía sin estar presente, el cielo cambió sus nubes por llamas naranjas. Ése resplandor ígneo se mantuvo, impertérrito, mientras recordaba la sonrisa de tu mirar, durante un momento que se alargó hasta el fin de la consciencia. Me dejé caer en el letargo, oponiendo la resistencia de un susurro, mientras se desvanecía la realidad a tu alrededor.

Me despertó el frío de la noche, acurrucado en una manta, soñando con tus manos y las mías, reposando sobre la almohada, después de un largo paseo por nuestras pieles. Aún estaba condenado a no poder entrar en la cárcel de tus labios, y ya tenía el ansia de liberar mis pisadas sobre tu caminar. El frío de las baldosas apagó la somnolencia por completo, y me empujó hacia el torrente de anhelos, al largo descenso hacia tu ausencia. Aferré mis esperanzas en el oscuro líquido que me observaba, agazapado en el fondo de una taza, y pude comprobar más pronto que tarde, que no era el café quien me miraba, sino el tenebroso reflejo del fondo de porcelana, sonriendo sordamente.

El cuarto se convirtió en sepulcro mientras los reflejos de las farolas daban paso a los primeros rayos del sol, filtrándose con la pereza de la desgana a través de las grises nubes del horizonte, lanzando las sombras de los pájaros al vuelo contra las paredes y muebles. El silencio sólo era profanado por las teclas, el rasgar del cigarrillo mientras se consumía, y la estática de la TV enmudecida. Y en medio de ésa quietud, entre sorbo de café y pensamientos inconexos, sonó el teléfono un par de veces. Al descolgar, tu voz me llenó de sonrisas, como si hubiéramos sentido la misma necesidad de oírnos al otro extremo, necesitando confirmar que seguíamos presentes, a pesar de la distancia.

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